viernes, 24 de junio de 2011

CUANDO PARIO LA ZAMBA (*)

       Era un hecho. Estaba preñada. Andrés no había vuelto por la casa de ella desde que se lo dijo. ¡Le daban tanto asco las mujeres así!

-Ej abusión que tengo pa mí: la mujer embarazada ej pior quer muerto di amaliadora: lo pone pujón a uno.

¡Era todo eso! Y era también la imagen gentil de su negra que se deformaba. ¡Cómo se perderían esas caderas y talle en el montón de carne templada!

-¿Pa qué vesla hecha una botija?

Había también… El pensar si fuera suyo el hijo que estaba en la barriga de Lucha.

El negro Manuel –el marido- por su parte lo creía de él. Andrés dudaba.

-Yo monto el anca… ¿Pero cuár la empreñó?

Porque sabía que no era posible que fuese de los dos, como burlonamente decían. Del uno o del otro.

-Si es mío sale amestizado… Si es dér carbón entero… vamo a ver…

 

* * *

La zamba Lucha se vio con Jacinto, el amigo más próximo de Andrés.

Era Jacinto un blanco venido a menos. Antes, en la ciudad, fue alguien. Ahora era vaquero en una hacienda cercana al pueblo. Ahora era "Er colorao"; sobrenombre traído por el pelo, de un rubio llameante.

"El colorao" había dejado el macho romo que montaba amarrado a una argolla del portal.

Al ir entrando se enredó la uña del dedo grande del pie en la herradura clavada en el umbral "pa que dentre la suerte".

-¡Mardita sea! –dijo, y entró.

Entonces entre el olor penetrante de los víveres metidos en las perchas o apilados en sacos entreabiertos –olor de sebo, de cacao, de panamitos y mayorca- la vio.

Estaba al pie del mostrador. Sin zapatos, los polvorosos pies apoyados inquietamente en las tablas del piso. Con una bata colorada, sucia de mugre en las prominencias breves de los pechos y en la gran loma de la barriga.

Jacinto se susurró.

-¡Qué preñadota questá!

La pereza de las largas siestas y las ojeras del mucho vomitar se veían en la cara de la zamba. Y en su pelo casi sin peinar, que parecía escarbado de gallinas.

"El colorao"  venía a llevar arroz a la hacienda donde trabajaba. Ella hacía su comprado. Se saludaron:

-¿Güenas tarde Lucha, comostá? ¿Y mi compadre Manuer?

-Er tá güeno ¿Y usté?

-Así, así; de usté nada le pregunto porque la veo medio embuchadita… ¿De qué jué el empacho?

Lucha se rió y callaron. La miraba. Si el pasado estuviese escrito en la cara de las gentes ¡cómo se correrían los dos! No se decían nada. La pulpera preguntó:

-¿A ver, qué jué?

Una cuartilla di arroz.

Lucha bajando la voz le dijo de pronto:

-¿Qués de su amigo Andrés?

-Ahí está.

Volvió a quedar silenciosa un instante.

-Igamele qué le ha pasao… ¿Qué por qué no va? Que vaya…

-Bueno.

Y fue todo. Ella recogió la hoja de maíz en que le habían despachado su manteca. La unió en la vieja canasta serrana al resto de la compra. Pesada, pipona, salió de la pulpería.

 

* * *

 

El negro Manuel estaba encantado con la preñez de su mujer. Le blanqueaban los ojos de gusto. Y pelaba el coco de los dientes en carcajadas de muchacho.

-Ja, ja, ja… ¡Va ser como er padre un negrazo güen mozo!

Y se miraba el torso áspero de guayacán quemado. Los hombros y los brazos como raíces nudosas, cuero e venao y ponía su mano calluda, que quería ser ligera, encima de la barriga levantada, y le decía:

-¡Negra, quiero que te acuides pa que no me albortes a mijo!

Desde que tuvo los tres meses, Manuel, que antes no dejaba pasar una noche sin caer sobre ella, con ardientes ansias, cesó de molestarla.

Cuando el calor del cuerpo próximo o el roce de sus pechos o de sus nalgas lo enardecía, escapábase afuera. Con pretexto de orinar.

Lucha encontraba a veces –y se reía- manchas pegajosas como el mullullo, en la parte baja de las cañas de la pared. En la cocina.

 

* * *

-¡Ay! ¡Ay! Manuer, andavete tráite a ña Pancha. ¡Ay! yo me muero, yo soy primeriza…

Corrió e hizo correr también a la vieja curandera que sabía hacer parir.

Se cerró la puerta. Fue un rato. En el cuarto casi a oscuras sólo se oía quejarse a la zamba. Y la voz velada del negro Manuel:

-Pare nuestro questás en er cielo…

 

* * *

 

Otro amigo se lo contó esa misma tarde a Andrés. En la chingana de la plaza del pueblo.

Entre chicha  y chicha.

El día bejuqueaba de amarillo las casas de enfrente yéndose. Un chancho roncaba en el polvo, en media calle, como un cantor borracho carraspea limpiando el pecho.

Andrés oyó la historia viendo turbio. Cual si mirara todo tras el cristal ochavado de los vasos.

¡Izque jué la der diablo en esa casa!

-Ajá, cuenta, vos.

-Er negro rezando, creo que hasta hincao. Ella abiesta e patas y la vieja Pancha jalándole ar chico. ¡Cuando Lucha dejó e berriar y la vieja lavó a la ciratura vino la güena! Manuer dice: ¿Pero qués esto? No es negro como er padre esta criatura… Ña Pancha izque le dijo quer cristiano ej mismamente como er ratón y como er zorro, que nace pelao y colorao y más después gurerve a la color natural…

Andrés pensó: es mío. La iré a ver. Conoceré a mi chico. Las chichas le bailaban adentro. Veía adelante muchas cosas. Se sentía padre.

-¿Entonces er chino nués negro? ¿Ej de color montubio? ¿Ej mestizao?

-No. Er muchacho nués negro ni amestizado tampoco. Ej blanco como potrillo talamoco. Y er pelito catiro. Como el único blanco e po aquí amigo e la zamba y catiro eje r colorao Jacinto dér tiene que ser er bendecío chico.

-Ajá… ¿Y qué cara pondría la zamba? ¡Caracho! ¡Eso tiene er ser perra!

El sol se había ido. La ropa de la tarde se rompía en andrajos de claridad.

Soplaba un viento que olía a aguacero. Los platanales que estaban a la entrada del pueblo, curvos ante la racha sonaban. Andrés anchó las narices respirando la lluvia.

Y de allá del monto vino un sonido. Un sonido de punta áspera rallando un vidrio. Largo de un solo aliento de cinco o diez minutos que de pronto avienta las orejas de un empellón en la poza del silencio.

-La cigarra pide agua. Va a llover, va a llover… ¡Y eso tiene er ser perra! ¡Eso tiene er ser perra!

 

1930

Joaquín Gallegos Lara

 

 

 

(*) del libro LOS QUE SE VAN, Cuentos del cholo y del montubio, del año 1930, de Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta, autores ecuatorianos  integrantes del llamado "Grupo de Guayaquil"…

 

En el prólogo del libro, J. Gallegos Lara escribe:

 

"Porque se va el montubio. Los hombres ya no son los mismos. Ha cambiado el viejo corazón de la raza morena enemiga del blanco.

La victrola en el monte apaga el amorfino. Tal un aguaje largo los arrastra el destino. Los montubios se van p´abajo der barranco."

 

 

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