viernes, 24 de junio de 2011

FIESTA

¿Por qué fui a esa fiesta de casamiento, si el compromiso no era tan grande y llovía a cántaros? ¿Por los bocaditos que prometieron? ¿O los postres largamente postergados por mi dieta? Tal vez por el espumante (me dijeron que no podía decir Champagne sin pagar licencia) para brindar desde temprano, sin restricciones.

A lo mejor iba Rita, me había dicho José.

El asunto es que temprano lustré mis zapatos, guardados desde lo de Antonio, colgué mi mejor camisa al vapor de la ducha, y elegí nuevamente la corbata azul, para no recurrir a mi hermano en busca de otra.

Predispuse mis ánimos de la mejor manera posible y tomé solamente agua desde la mañana, para no privarme de nada esa noche.

Me vestí parsimoniosamente, como lo hicimos con mi padre la última vez. Me puse su reloj de oro y me alegré de comprobar que el régimen ya había hecho algún efecto, al menos en la muñeca izquierda. Tenía un paraguas con los colores de Belgrano, pero sería más elegante usar un piloto, gris claro, como el que tenía mi hermano. Se lo pediría, y de paso tal vez me cambiaría la corbata.

Apenas salí a la calle metí el pié en el agua por primera vez. Rogué que durante el trayecto no tuviera que bajarme del auto a soplar ese maldito cable que cada vez que se moja me deja a pata. Y cada vez que se moja está lloviendo, como se dice, copiosamente.

Por supuesto, ocurrió así nuevamente (la probabilidad era alta), y esa vez tuve que meter los dos pies en el agua.

Pero no puedo pensar que tengo mala suerte, porque justo en ese momento pasó Roberto con su mujer, que iban también a la fiesta, y se ofrecieron a llevarme. Aunque se rehusaron a pasar por lo de mi hermano y así me quedé sin piloto y sin paraguas.

Ya en la fiesta me dispuse a dejar mis penas en el olvido y a compartir mi entusiasmo con cuanta persona conocida o por conocer encontrara. Pude comprobar que la gente era muy amable, que la carpa-salón estaba sólidamente armada, y que la bebida era de primera. Al menos las cinco primeras copas (las siguientes no sé).

Los bocaditos llegaron tarde. Y Rita también.

Quise componer mi estado para mostrarle cuánto había cambiado. Pensé en esconderme en el baño por un rato, peinarme bien, y volver para así saludarla correctamente e invitarla a bailar y a charlar. ¡Pero no había tal baño! Sólo una cabina telefónica con la engañosa figura de un hombrecito subtitulada con la leyenda “Baño químico”.

Me dijeron que había unos productos químicos que te hacían pasar cualquier estado de ebriedad en minutos, pero no era de estos. Esto era sólo un “Baño químico”.

Cuando me empujaron adentro me largué a llorar sin saber porqué (después supe que estas casillas tenían efectos lacrimógenos).

Busqué en vano el espejo y me quise sacar el saco para poder moverme, levantar los brazos y tomar aire, pero me resultaba muy difícil en mi estado y encorsetado en la cabina. Con la ropa a medio sacar, el reloj de oro de mi padre, y del padre de mi padre, fue lo primero que cayó adentro del inodoro. Le siguieron el celular y mi billetera. Entonces sí creí saber porqué lloraba. Pero sin desesperación y con movimientos pensados, traté de alcanzar con la punta de los dedos los objetos perdidos en el líquido verde. Y ahí pegué el primer grito. El segundo y el tercero fueron cuando me sacaron entre Roberto y José con destino a esta clínica, de la que voy a salir con la frente bien alta, a reconstruir mi vida, a trabajar nuevamente, aunque sea con una sola mano.

R.N. 24/06/2011

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